Siembra, si pretendes recoger, 

siembra, si pretendes cosechar,

pero no olvides que, de acuerdo a la semilla,

así serán los frutos que recogerás.

Rubén Blades, Siembra


[1]. Las elecciones europeas del pasado 25 de mayo se resolvieron con un triple movimiento tectónico en el sistema político español. 

En primer lugar, los dos grandes partidos adalides y beneficiarios del régimen constitucional de 1978 obtuvieron conjuntamente menos de la mitad de los sufragios emitidos: 4’1 millones el conservador y gobernante Partido Popular (26,1%) y 3’6 millones el centroizquierdista y opositor Partido Socialista Obrero Español (23%), un desplome espectacular frente a los 6'7 millones del PP (42'7%) y 6'1 millones del PSOE (39%) de las elecciones europeas de 2009, y frente a los 10’9 millones del PP (44’6%) y 7 millones del PSOE (28’8%) de las elecciones generales de 2011.

En segundo lugar, las fuerzas situadas a la izquierda del PSOE obtuvieron una porción de voto conjunta también inédita en el sistema político español, muy cercana a la del PSOE computando solo a los cuatro mayores partidos de orientación anti-neoliberal de ámbito estatal, Izquierda Unida (coalición que incluye al Partido Comunista de España), Podemos, Equo y el Partido X (en total, 3’2 millones de votos, 20’5%), y en situación de empate técnico si agregamos los 325.000 votos (2%) de las izquierdas nacionalistas de distintos territorios del Estado articuladas en torno a la vasca EH Bildu.

En la correlación de fuerzas interna a este espacio electoral a la izquierda del PSOE se produce el tercer y no menor desplazamiento. Por un lado, Izquierda Unida crece espectacularmente, pasando de los apenas 600.000 votos (3’8%) en las europeas de 2009 a 1’6 millones (10%), manteniendo prácticamente intacto su electorado absoluto de las generales de 2011 pese al acusado descenso de la participación (del 68’9% al 43’8%). Pero los notables resultados del ecologista Equo (coaligado con otras organizaciones menores, 300.000 votos, 1’9%) y el tecno-ciudadanista Partido X (100.000 votos, 0’6%) y, sobre todo, la explosiva irrupción de la izquierda populista de Podemos (1’2 millones de votos, 8%) colocan a IU en una situación sin precedentes frente a otras fuerzas anti-neoliberales, después de tres décadas y media de sólida e indiscutible hegemonía –primero como PCE y a partir de 1986 como IU– sobre este espacio electoral.

Aunque distintos factores –la baja participación, el distrito electoral único o la mayor disposición al «voto protesta», entre otros– desaconsejan proyectar linealmente los resultados de unas elecciones europeas a los planos municipal, autonómico o estatal, la magnitud de los dos primeros desplazamientos es tal que parece verificar la hipótesis de que los últimos seis años de desastre económico, descrédito institucional y descontento social generalizados y profundísimos han desembocado en una crisis estructural de la cultura y el sistema políticos vigentes en España y, con ella, en una oportunidad objetiva para su transformación.

El tercer desplazamiento señala, en sentido contrario, la enorme complejidad subjetiva de la constitución del sujeto político destinado a materializar esa oportunidad, responsabilidad que ya no recaería en solitario sobre la tradicional tercera fuerza del sistema político de 1978, sino sobre el entero mosaico de fuerzas que, en distinta proporción, se han convertido en depositarias electorales del descontento con el sistema, y a cuya proliferación –Equo nace en 2011, el Partido X en 2013 y Podemos en 2014– subyace también una severa y muy extendida crítica al desempeño, histórico y presente, del PCE e IU.

Una compleja ecuación de posiciones y fuerzas que se complica aún más si tenemos en cuenta que algunas de las entidades sociales que han animado y animan el intenso y prolongado ciclo de movilizaciones que vive el país desde la «primavera española» de 2011 –como la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, la Marea Blanca por la sanidad pública, la Marea Verde por la educación pública, el Frente Cívico o Juventud Sin Futuro, entre otras– gozan de un prestigio, liderazgo y capacidad de convocatoria equiparables y en ocasiones superiores al de nuevos o antiguos partidos políticos de izquierdas, y que sin su activo concurso resulta casi impensable la consecución exitosa de cualquier apuesta electoral que desde estos pueda lanzarse.

Asamblea del movimiento 15-M, Sevilla, 20 de mayo de 2011

[2]. El modo en que esta enmarañada ecuación haya de despejarse con vistas a las elecciones municipales y autonómicas de mayo y generales de noviembre de 2015 dista aún mucho de estar resuelto. Los resultados de las elecciones europeas han multiplicado las expectativas sobre posibles procesos de convergencia y, al menos sobre el papel, la buena voluntad de sus participantes, pero en absoluto han supuesto una mecánica superación de los escollos que con anterioridad han venido impidiendo su consecución.

Parte de esos escollos tienen una base ideológica y programática, referida a las distintas posiciones de cada actor respecto a la profundidad de las transformaciones necesarias en el sistema político español –aprovechamiento exhaustivo de las potencialidades democráticas de la Constitución de 1978, según unos; apertura de un nuevo proceso constituyente, según otros–, respecto al proceso de integración europea –permanencia reformista en la eurozona, de un lado; salida de ella, del otro– o respecto a la nueva institucionalidad que deba venir a sustituir a la actual –para unos, retorno al Estado fuerte gobernado mediante procedimientos democráticos representativos; para otros, nuevas instituciones sociales democráticas de proceder autogestionario y no representativo. Estos y otros debates se reproducen hoy entre las distintas organizaciones políticas y también dentro de cada una de ellas, en interacción además con la extensa, heterogénea y dinámica esfera pública alternativa –compuesta por movimientos sociales, medios de comunicación, think-tanks, redes digitales, etcétera– en que terminó germinando la siembra cultural y social de la «primavera española».

Existen también otros escollos de más difícil formulación y negociación, entrelazados con (y en ocasiones indiscernibles de) los programáticos, pero de naturaleza marcadamente subjetiva y emocional: composición generacional, posiciones socioeconómicas, referentes éticos y simbólicos, hábitos de militancia, rivalidades y desconfianzas heredadas, etcétera. Lejos de constituir una variable marginal en la ecuación, estos factores refieren a las esenciales y decisivas hechuras humanas, individuales y colectivas, que habrán de encarnar y defender aquellos consensos que nazcan para vertebrar la unidad de acción del frente amplio. Unas hechuras que ahora deben, no ya solo ensamblarse, sino regenerarse y renovarse por entero.

Durante 30 años –los 30 años de la ofensiva neoliberal permanente, del desigual y efímero bienestar de las burbujas especulativas, el endeudamiento y la corrupción, de la despolitización programada de la población y su cultura,... los 30 primeros años, en suma, del régimen político de 1978– las izquierdas políticas españolas se vieron progresivamente reducidas a posiciones resistenciales, encajonadas entre los males de la institucionalización y los males de la marginalidad, y casi siempre enfrascadas en estériles y lacerantes disputas de familia. Obstinadamente incapaces, tras el colapso de 2008, de leer la coyuntura y lo que la coyuntura –y con ella, el electorado– les exigía, el estallido de la «primavera española» de 2011 tomó a buena parte de las izquierdas tan por sorpresa como a las oligarquías, y solo a muy duras penas, parcial, tardía y a menudo problemáticamente, lograron incorporarse a sus procesos de movilización. Y solo ahora, tras este largo hiato de casi completa irrelevancia teórica y práctica frente a la potencia desplegada por los movimientos en las plazas y en las redes, y cuando la evidencia de que la acción colectiva exterior al Estado estaba alcanzando o había alcanzado ya su «techo de cristal» frente al bloqueo institucional de las élites, la coyuntura ha devuelto la pelota a su tejado. Por primera vez desde el inicio de esta crisis, en las elecciones europeas de mayo la indignación ha preferido votar a abstenerse.

Pero se equivocarían mucho viejas o nuevas izquierdas políticas si entendiesen este cambio de tendencia como una victoria o, peor aún, como una revancha, porque ese «techo de cristal» de los movimientos es el suelo sobre el que tienen ahora la oportunidad de ponerse de pie. Y se equivocaría igualmente cualquiera de ellas si se considerase su única o siquiera su preferente portavoz electoral frente a las demás, por razones a la vez cuantitativas y cualitativas, estratégicas y éticas: ninguna fuerza política tiene ni previsiblemente tendrá en solitario los votos suficientes para ganar nada en ninguno de los distintos frentes electorales abiertos, y ninguna puede aspirar a representar en solitario la pluralidad ideológica y organizativa del heterogéneo sustrato sociocultural sobre el que se sustenta esta oportunidad para el cambio político. Solo un frente amplio que asuma con agrado su propia pluralidad y cultive con virtuosismo los mecanismos democráticos para gobernarla puede aspirar a convertirse en el partido de la multitud.

Manifestación ante el Congreso de los Diputados, Madrid, 25 de septiembre de 2012

[3]. Además de la propia capacidad de agregación de la izquierda, son muchos los factores que habrán de incidir decisivamente en el trayecto que resta hasta las elecciones generales de –si se mantiene el calendario previsto– noviembre de 2015.

En primer lugar, el resultado de las elecciones municipales y autonómicas de mayo de 2015, y el desempeño de las posiciones de poder que en ellas pudieran conquistar las fuerzas de izquierda, especialmente en grandes ciudades como Madrid, Barcelona o Sevilla, donde bajo la denominación de Ganemos se ensaya ya, conforme a diseños heterogéneos, la fórmula del frente amplio. Una gestión sólida y decidida de esas posiciones de poder municipal o regional, sin conflictos internos y con un impacto positivo inmediato y palpable sobre las condiciones materiales y morales de vida de amplios sectores de la población, constituiría para un frente amplio anti-neoliberal de ámbito estatal el más atractivo y seguro reclamo para atraer el voto en las posteriores elecciones generales.

También, el comportamiento de las propias oligarquías, que con diferentes gestos de eficacia aún por certificar sobre el electorado –la apresurada sucesión monárquica de Juan Carlos I a su hijo Felipe VI, el no menos acelerado traspaso del liderazgo del PSOE del histórico Alfredo Pérez Rubalcaba al joven Pedro Sánchez y, muy previsiblemente, el próximo relevo del desgastado Mariano Rajoy al frente del PP– tratan de escenificar un impulso reformista aun sin ningún reflejo real en sus directrices políticas efectivas, pero de gran vistosidad mediática. Ambos grandes partidos podrían, ante un resultado electoral adverso en mayo y noviembre de 2015, ceder a la tentación de conformar una «gran coalición», inédita en un sistema político asentado sobre su controlado antagonismo y su sucesivo relevo en el gobierno, que podría permitirles en el corto plazo una permanencia agónica en el poder, pero que a la vez les expondría en el medio y largo plazo a un importante descrédito añadido, de imprevisibles consecuencias electorales. Análisis aparte merece el comportamiento de CCOO y UGT, los dos grandes sindicatos del país, cuyas cúpulas y aparatos burocráticos permanecen firmemente anclados en la defensa del sistema político de 1978, mientras buena parte de sus bases observa con creciente simpatía las propuestas de ruptura democrática en las calles y las urnas.

Más indirecta pero también decisivamente influirá en el proceso español la evolución sobre el escenario europeo tanto del bloque político y económico dominante liderado por la Troika, los mercados financieros y los gobiernos alemán y británico –de momento, inamovibles en sus posiciones más dogmáticas y maximalistas– como de sus alternativas, sobre todo en los países del Sur más durante azotados por las políticas de austeridad y el expolio de la deuda, y especialmente en Grecia, donde la extrema inestabilidad económica, social y política puede en cualquier momento provocar el desplome del gobierno y la llegada al poder de la coalición izquierdista Syriza. Grecia se convertiría así en el escenario experimental de la acción transformadora de un gobierno anti-neoliberal en Europa, a cuya buena o mala fortuna –que a su vez, dependerá en buena medida de la solidaridad y cooperación de las izquierdas y movimientos europeos– los electores españoles y de otros países de la UE prestarían sin duda mucha atención a la hora de decantarse por la continuidad o la ruptura con el neoliberalismo en las urnas.

Por último, es preciso recordar que, en paralelo a esta crisis de legitimidad a escala estatal provocada por motivos preferentemente socioeconómicos, discurre en España una segunda crisis en torno a la configuración territorial del Estado, especialmente en Catalunya, donde un frustrado proceso de reforma estatutaria ha terminado convirtiéndose en un potente movimiento social e institucional en demanda de una consulta de autodeterminación nacional, que el gobierno central insiste en no permitir –en el País Vasco, recién cerrado un doloroso ciclo de décadas de violencia terrorista y violenta represión legal, paralegal e ilegal del terrorismo, las aspiraciones independentistas de un amplio sector de la población parecen momentáneamente aplazadas en favor del objetivo común de la pacificación, pero volverán previsiblemente a plantearse cuando esta se haya consolidado. Se trata de procesos que han sido y seguirán siendo determinantes en la cultura y el sistema político tanto en los territorios que las protagonizan como en el conjunto del Estado, y ante los que las fuerzas anti-neoliberales de ámbito estatal están aún por elaborar una posición común, distinta y mejor que el imperturbable inmovilismo del régimen político de 1978.

Manifestación por la educación pública, Palma de Mallorca, 29 de septiembre de 2013

[4]. Del mismo modo que ha sido sobre todo la abrupta y brutal degradación en las condiciones de vida de la población española de los últimos seis años el caldo de cultivo en el que han germinado las transformaciones socioculturales que abren la expectativa del cambio político, será sobre todo en la restauración de esas condiciones de vida donde ese cambio político, allá donde pudiese alcanzar la victoria en las urnas, encontrará la medida exacta de su éxito o su fracaso.

No será una tarea fácil. Toda disposición de un hipotético gobierno de frente amplio en favor de las condiciones de vida de la población que desborde los estrechos límites del consenso neoliberal –por ejemplo, la auditoría de la deuda del país y el impago de su porción ilegítima, el control público del suministro de agua y energía a los hogares, la expropiación del parque inmobiliario en propiedad de las entidades financieras rescatadas o el incremento de la presión fiscal sobre beneficios corporativos y capitales financieros–, además de constituir un gigantesco desafío técnico, jurídico y administrativo, se vería de inmediato confrontado por la más encarnizada oposición de las oligarquías autóctonas, europeas y globales desde los mercados, la prensa corporativa y aquellas fracciones del aparato del Estado más refractarias al cambio. De ahí que la unidad de la izquierda, hoy necesaria –y, en un escenario de baja participación, quizás incluso suficiente– para la toma electoral del poder, pudiera luego no bastar para su preservación y ejercicio efectivo, y solo una extensa y sólida unidad popular, poderosamente presente en todos los ámbitos de la vida social, cultural y productiva del país, podría mantener en pie el gobierno que la unidad de la izquierda hubiese conquistado en las urnas.

Sería erróneo pretender reducir esa unidad popular, tras una hipotética victoria electoral, a un electorado más o menos activo en las organizaciones del frente amplio y periódicamente convocado a manifestarse en favor de las medidas del gobierno. Difícilmente bastaría con eso. Es de tal gravedad el descalabro social y económico que vive el país –millones de desempleados, millones de pobres, millones de ancianos y dependientes desasistidos, cientos de miles de familias desahuciadas de sus viviendas, destrozos incalculables en los sistemas públicos de sanidad y educación y un larguísimo etcétera de magnitudes calamitosas– que difícilmente puede imaginarse un proceso de reconstrucción material del país que, además de la movilización de las capacidades del Estado –esquilmado por décadas de neoliberalismo de sus recursos y potestades económicas, y en la lealtad de cuyos aparatos no podría confiarse por entero–, no contemple una intensa movilización, más acá y también más allá de las posibilidades de dirección estatal, de las capacidades de auto-organización y cooperación productiva de las multitudes. Del mismo modo, es tal la capacidad de coerción simbólica, económica y, finalmente, física, que pueden desplegar las oligarquías –sin que, de nuevo, pueda confiarse enteramente en la disposición de todos los aparatos del Estado para contrarrestarla–, que solo la convicción ética y la entereza de ánimo, individual y comunitaria, de amplios sectores de la población podrían cortar el paso a la incertidumbre, la ansiedad o el pánico de masas provocados por las oligarquías mediante la intoxicación informativa, el desabastecimiento de bienes y servicios, el estrangulamiento financiero o, en el escenario más extremo, el ejercicio de la violencia.

Si algo han demostrado estos últimos años de historia española es que la completa autosuficiencia de lo político y la completa autosuficiencia de lo social son, al menos en este momento y contexto históricos, hipótesis simétricamente erróneas que conducen por igual a la derrota. Solo la iniciativa ciudadana de la «primavera española» y las movilizaciones posteriores abrió esta ventana de oportunidad al cambio político a la que el país parece asomarse, que a su vez solo un frente amplio de las izquierdas políticas puede ahora materializar. Pero respaldado únicamente por las urnas y sin más vías de intervención que las institucionales, un gobierno de ruptura democrática con el neoliberalismo en España podría ser barrido del mapa por sus adversarios en semanas o meses; solo activamente respaldado por la auto-organización, la cooperación, la convicción y la entereza de la ciudadanía, compartiendo con ella y con sus instituciones de base la deliberación y la iniciativa y en ocasiones asumiendo su posición de liderazgo en los procesos de transformación, podría ese gobierno mantenerse en el poder y desarrollar su programa. Solo, pues, una sincronización e interpenetración virtuosa entre una y otra esferas de actuación –Estado y sociedad, gobierno y movimiento, unidad de la izquierda y unidad popular– constituye hoy un modelo viable para emprender un proceso de transformación social efectiva frente al presente, catastrófico e injustísimo estado de cosas, y a las aún imponentes fuerzas políticas y económicas que lo sostienen.